Las montañas no deberían escucharse de Milagros Pérez Morales

 Técnicas de la ausencia 

 



 
I
Los formalistas rusos buscaban qué elemento hacía a un objeto textual un hecho literario, estrictamente literario, sin depender de lecturas morales, políticas, religiosas. ¿Había algo como Lo Literario? Así, en mayúscula. ¿Existía eso que llamaron literaturnost? Esta búsqueda los llevó al concepto de ostratenie, es decir, a la intuición de que aquello que constituye el hecho literario es el extrañamiento. Pero la pregunta de la discordia apareció pronto: ¿extrañamiento en relación a qué? Las respuestas fueron, claro, múltiples, distintas, contradictorias: extrañamiento en relación a la lengua, extrañamiento en relación a la experiencia del mundo, extrañamiento en relación a la tradición literaria. Siempre pensé que la primera y la segunda tentativas eran, de algún modo, la misma. ¿Cómo podríamos extrañarnos de nuestro uso del lenguaje sin, al mismo tiempo, volver extraño el mundo?

Las montañas no deberían escucharse trabaja sobre esta apuesta. Las palabras son desarmadas (el sonido se separa del sentido, podríamos decir) para volver a ser montadas, ensambladas, reunidas, bajo una nueva luz. “El espacio yermo revive / con lagrimitas que dejan, / chicos, sobre mi hombro / ustedes ahora están limpios, / que el aire nuevo les permita / este dejarse llevar”. El lenguaje, entonces, tal cual lo conocíamos, se vuelve inquietante. Porque ahora las palabras yermo o lagrimitas o limpios aire nuevo ya no son las que conocíamos, están levemente modificadas, alteradas, como reingresadas al mundo. Son el doble siniestro de las que alguna vez habíamos pronunciado.

Estas pequeñas mutaciones, casi imperceptibles, traslucidas, van generando preguntas y sombras en lo que sabemos o lo que creemos saber de nuestro estar en el mundo. Ver, ahora, lagrimitas en el hombro ya no es, no puede ser, una experiencia trivial. Es algo que se conecta con el espacio yermo y con el aire nuevo y con un abandono, un dejarse llevar, que no habíamos tenido en cuenta. Las palabras (que se vuelven) extrañas nos llevan, por esta vía, a volver extraño nuestra experiencia y nuestras certezas.
 
II
Uno de los campos problemáticos más insistentes en la lectura de poesía tiene que ver con eso que se suele llamar experiencia personal. La permanente confusión entre el autor o la autora y el yo poético (ese “yo” que enuncia en el poema) es una de las fuentes más productivas de malos entendidos. Y no es un problema exclusivo de la poesía. En el ámbito de la narrativa también se generan preguntas, polémicas, distorsiones, a partir del problema del material autobiográfico. Pero creo que nadie se animaría a decir que Ulises de James Joyce o Sartoris de William Faulkner son “literatura del yo”. ¿Y por qué nadie afirmaría tal cosa? Porque tanto Joyce como Faulkner utilizaron mediaciones técnicas radicales para trabajar el material autobiográfico. ¿Qué es una mediación técnica? Me gustaría detenerme acá.

El artículo de Viktor Shklovski que funda el formalismo ruso se publicó en 1917 y lleva como título El arte como artificio (a veces también traducido como El arte como procedimiento). Otra vez los formalistas aciertan cuando piensan que la literatura no se vale de temas o de determinados materiales, lo que hace a un texto literario son las series de técnicas con las que el autor o la autora le da forma a un material. En Ulises, en Sartoris, pero también en El amante –tal vez habría que escribir: sobre todo en El amante- de Marguerite Duras, las mediaciones técnicas son tan radicales que nadie podría pensar que está ante la experiencia cruda, ante la vivencia, ante la simple memoria.

Milagro Pérez Morales conoce el arte del artificio, comprende que hacen faltas mediaciones, que no alcanza con decir “yo vi”, “yo estuve”, “yo amé” para que el hecho poético suceda: “Las puertas del Hades las abre tu madre, / de espaldas espera sentada la mía. /Mi madre no mira, la tuya se sienta / con ella, levantan la vista ¿Se habrán / hecho amigas, tu madre y la mía?”

Los duelos mal curados, el anhelo, la coincidencia en la muerte. Todo está ahí y, sin embargo, la música que se despliega en el lenguaje nos advierte de que hay una distancia, un paso atrás, que no estamos ante el simple acto de inscribir la melancolía de una ausencia demasiado presente. El cuerpo sonoro de la palabra, que insiste a lo largo de todos los poemas del libro, nos permite comprender que ese material, si se puede llamar autobiográfico, fue alterado y, por lo tanto, ya no pertenece a la sensibilidad directa de la autora. La técnica está funcionando como reconstrucción de lo que alguna vez fue vivido, pensado, sentido.

Pero, en este punto, hay todavía algo más. Porque el virtuosismo de los procedimientos, el saber sobre el artificio, puede darnos poemas o ficciones que están, de algún modo, vacíos. Durante mucho tiempo discutí conmigo mismo si Joyce era mejor escritor que Faulkner, si él, que tenía una imaginación inaudita para encontrar nuevos caminos técnicos, debía ser considerado el autor del siglo xx que más lejos había llegado. Y mi respuesta es, aunque provisoria, que no. Porque Joyce falla donde Faulkner no puede más que acertar: hay una emoción que domina el El ruido y la furia y que no vemos en Ulises. Faulkner está desesperado. Completamente solo, luchando, acorralado por algo que no vemos, y entonces escribe. Lo mismo pasa con Marguerite Duras: su desesperación está, precisamente, en la forma.

Cuando Milagros Pérez Morales escribe “No entra nadie donde yo / escriba yo: quise ser un paisaje / abierto y me encerré / con la palabra amor, / entonces corro / las cortinas del poema”. Lo que se ve no es solo un procedimiento poético, se ve su lucha con las palabras, con los sentidos y con los ritmos, con el lenguaje, para encontrar la manera de tocar algo que quema.

Y estas torsiones sobre la lengua están en relación con las menciones a Hegel, a Kant, a Benjamin o a Proust que circulan por la voz de los poemas. No son –y podrían ser- una contraseña snob. Se trata del mismo esfuerzo por intentar -pero realmente intentar- comprender el misterio del amor y la soledad y el mundo.
 
III
En Las montañas no deberían escucharse hay un tema, sí, y ese tema es la ausencia. El amor desde la ausencia. En un movimiento barthesiano, lo que el libro nos pone a pensar –su movimiento reflexivo- es si hay una forma del amor que no sea, al mismo tiempo, una forma terrible de la soledad. Los distintos poemas del libro parecen estar en permanente diálogo con ese fragmento bestial de La balada del Café Triste de Carson McCullers: “En primer lugar, el amor es una experiencia común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña, y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida, alojar su amor en su corazón del mejor modo posible, tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo inmenso, extraño y suficiente”.

Creo que este libro es el producto de ese mundo interior, ese mundo inmenso, extraño y (auto)suficiente. Cuando se escribe “Esperar algo del otro / es un gesto vacío, / aparece un abismo y caemos / a destiempo. No mirés / y no toqués, / hasta el discurso te traiciona, / te deja sola / pobre, frente / al duelo”, es claro que estamos en esa región de soledad del amante, un territorio que, por supuesto, el amado nunca va a poder visitar.

De algún modo, la ausencia del otro funciona como afirmación, como espacio de identidad, como manera de estar en el mundo. Se es solo, se es rodeado de la ausencia del otro, se es porque alguien amado no está acá. Los pasajes de la primera persona a la segunda ayudan a entender: “Vuelvo a la segunda / para concederte eso: / podés ser familiar / como mis dientes, / hay uno, tuyo, un poco / hacia adentro en tu boca / que sentiría con mi lengua. // Podés descansar / con esa resistencia pasiva. / No podés interceder.”

El ser familiar de la ausencia, el fantasma que ronda un núcleo que no podrá tocar, el condicional de sentiría, la espectralidad de un mundo amoroso donde es la fantasía la que sostiene el amor y, de ningún modo, el hechizo debería romperse con la presencia, repentina, del otro. Si el amor se vuelve presente, parecen decir los poemas de Las montañas no deberían escucharse, entonces la terrible, la hermosa y terrible, sombra del amor, se desvanecería.

Milagro Pérez Morales escribió un libro de duelos largos y amantes fantasmas. Para ello tuvo que desarmar palabras, revisar sus cuerpos, ordenar de nuevo sus sentidos. Logró introducir dosis de inquietud en el lenguaje y, así, con artificio y valentía, volver extraño y distante y desamparado el mundo que habitamos.    
     
Editorial: Bajo la luna
Año de publicación: 2024
49 páginas

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