Carcoma de Layla Martínez

Una alianza con los muertos



 

Por Juan Mattio

La figura del fantasma es el síntoma de una memoria dañada, una memoria –individual o colectiva- que no recuerda y, sin embargo, tampoco olvida. El fantasma funciona como un trauma. Un evento crítico que sucedió en el pasado pero reverbera en el presente y se niega a retirarse (y a veces, es cierto, también nos negamos a dejarlo ir). Es lo que sigue sucediendo aún cuando los eventos reales parecen haber terminado. Y Carcoma, la novela de Layla Martínez, trabaja con esta tradición para narrar eso que insiste en el pasado reciente español.   

La historia de una casa donde vive una abuela con su nieta. Una casa construida con el dinero que el padre de la abuela consiguió explotando mujeres y que, desde sus cimientos, lleva todo ese dolor y esa violencia a cuestas. Las dos mujeres conviven con las sombras de todas aquellas que sufrieron para que la casa exista; y también de aquellas que fueron maltratadas ahí mismo, en esas habitaciones, como la madre de la abuela; y de las que fueron asesinadas en los montes de las cercanías o en el pueblo. La casa de Carcoma es una reunión de víctimas. Y esas sombras son, de algún modo, una presencia vindicativa –como muchos otros fantasmas- que buscan en el presente vengar el pasado. Lo hacen acudiendo ante situaciones simétricas a las que ellas sufrieron cuando estaban vivas.

El pasado histórico de la Guerra Civil española se mezcla con el pasado familiar de estas dos mujeres y construye un loop donde nada deja nunca de suceder. Carcoma puede leerse en diálogo con el terror post-dictadura de nuestro país, cuentos como La hostería o Cuando hablábamos con los muertos de Mariana Enríquez o novelas como La maestra rural de Luciano Lamberti, donde las inmensas olas de brutalidad y sufrimiento devienen espectros que acechan el presente y se comportan como presencias virtuales que conviven en el espacio social con todo lo vivo y todo lo actual. Pero, sobre todo, Carcoma puede ponerse en relación a Cometierra, de Dolores Reyes, por su forma de pensar la larga tradición de las mujeres que aprenden –o logran- ponerse en contacto con los muertos.

Mark Fisher utilizaba el concepto de hauntología para nombrar la reflexión sobre aquello que reverbera –o acecha- en el presente de forma espectral. Y afirma que tanto la familia como la historia son estructuras hauntológicas en la medida que tienen funcionamientos circulares, donde no necesitamos recordar el pasado para que éste se reactualice o se repita compulsivamente. Para Fisher, un espacio hauntológico es un espacio melancólico, un espacio de duelos mal cerrados, donde la violencia es grabada en los aparatos psíquicos de tal modo que genera un espectro. En ese sentido, podríamos decir que Carcoma es, sin duda, una novela hauntológica.

La estructura del relato utiliza a la abuela y a la nieta como narradoras intercaladas, se sirve de sus contradicciones, sus olvidos, sus pequeños ocultamientos y así logra construir al pasado como enigma. Un pasado tan lleno de dolor que lleva a la abuela a decir: “Por eso muchas madres odian en secreto a sus hijos y por eso aquí en este casa nos hemos envenenado tanto unas con otras, porque odiamos lo que nos recuerda a nosotras”.

Carcoma, que en España se publicó por Amor de Madre y que en Argentina publicará editorial Marciana, también puede inscribirse en la larga tradición de las casas embrujadas en la literatura. Un arco que va desde La maldición de Hill House de Shirley Jackson a La casa infernal de Richard Matheson, pasando por El resplandor de Stephen King o Los elementales de Michael Mcdowell. Porque los fantasmas –dice Fredric Jameson- suelen estar encadenados a un espacio, un lugar, el perímetro donde sucedió el evento crítico: “Lo anacrónico de las historias de fantasmas es su peculiarmente contingente y constitutiva dependencia del espacio físico y, en particular, de la casa material”.

La hipótesis de Jameson es que, si bien los fantasmas son figuras que recorren la historia de la humanidad, este tipo de espectros en particular son hijos de la Modernidad, cuando la cultura burguesa logró aniquilar la “veneración ancestral” a los muertos y la memoria familia profunda. Porque, en definitiva, el capital sólo necesita de nosotros en los términos de nuestro tiempo biológico, ¿de qué le sirve la memoria al capital? A lo sumo para vendernos las mercancías de la cultura vintage. Es entonces que aparece, a modo de síntoma, el fantasma.

Un espectro, a diferencia de otras figuras de lo no-muerto como el vampiro, casi siempre está asociado a un alma en pena, que busca justicia, que necesita que algo sea reparado para empezar su descanso. No es necesariamente hostil a quien lo encuentre, incluso puede ser su aliado: “Mantuvieron la casa a salvo –dice la abuela sobre las sombras- durante tres años de guerra y cuarenta de posguerra, cuando todo se convirtió en hambre y polvo y era imposible distinguir a los muertos de los vivos”.

La novela de Layla Martínez navega entre esta alianza con los muertos y la claustrofobia de quien vive encerrado en el pasado. Entre la venganza y la nostalgia. Entre la potencia del presente y los terrores paralizantes ante lo que no termina de morir.


Marciana, 2023
138 págs.

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