La máquina de febrero de Yamila Bêgné

Máquinas de extrañamiento




Por Juan Mattio

Lo primero que leí de Yamila Bêgné fue el relato “Cajas de humo” que es, para mi, uno de los grandes cuentos de nuestra generación. Un artefacto extraordinario. Es un dispositivo singular porque, como otras veces en la literatura fantástica, Bêgné logra trabajar con elementos de la realidad que se asocian, se condensan o se dispersan de acuerdo a una lógica oculta al lector. El sueño no sólo es un tema para Bêgné (no es sólo lo que se representa en «Cajas de humo»), es el relato mismo el que se va estructurando de acuerdo a energías que al lector le resultan extrañas aunque no del todo desconocidas (como en la familiaridad siniestra de los propios sueños).

La literatura toda es una galería de alucinaciones que se ensamblan con distintas cadenas lógicas. Bêgné lo sabe y usa la fuerza de la representación para mostrar que no importa de qué eventos estamos hablando, lo fundamental es saber cómo se conectan. Creo que de esa poética también se desprende La máquina de febrero.

Estados alterados de conciencia
Uno de los mecanismos que parece hacer funcionar esta máquina son los “estados alterados de conciencia”. Pero no hay que ir muy rápido acá. No se trata de las experiencias con las que trabajó la Generación Beat, por ejemplo. No se trata de drogas o alcohol, ni siquiera de locura en sentido estricto. Es otra cosa.

El imaginario cotidiano de Yamila es totalmente reconocible: una chica se está separando de su novio. Un hombre recibe un diagnóstico médico terrible y tiene que enfrentar esa situación con la que es su compañera de toda la vida. El estado alterado de conciencia es, acá, el duelo. Porque el duelo deforma el tiempo y el espacio, construye fantasmas en la memoria, destroza la percepción habitual para conducirnos a algo más cercano a la alucinación y, si se quiere, a la pesadilla.

Creo que estas dos historias de duelo son, en realidad, una forma de plantear que lo extraño no irrumpe en la realidad, porque ya está en ella. Nuestras conciencias son máquinas de armar collage, de mezclar temporalidades, de superponer una imagen con otra.

Si construimos sistemas, protocolos, cronogramas, calendarios, obsesiones, todo eso (temas que, dicho sea de paso, parecen ser núcleos de la literatura de Bêgné) es para disimular que estamos aterrados ante la extrañeza que significa la experiencia del mundo. Pero lo extraño no se deja domesticar -y esto es lo que viene a decir La máquina de febrero porque logra romper cualquier intento de control y hacerse presente de una u otra forma. Esta convivencia de los sistemas de defensa de una racionalidad frágil y las emergencias de causalidades raras (“hay más cosas, Horacio, de las que sueña tu filosofía”) está, creo, en el centro de la poética de esta novela. Que su libro anterior lleve como título “Los límites del control” creo que lo hace aún más explícito.

De modo que Julia enfrenta la ausencia de su novio, Fernando, entre pastillas y cerveza y soledad. Y en ese abismo encuentra una realidad rota, desquiciada, que no puede enmendarse. Y Mirna, a su vez, que mira de frente la enfermedad de Tito, su compañero, una enfermedad terminal y feroz, encuentra en esa proximidad de la muerte una visión (en más de un sentido, acá, la palabra “visión”) cargada de tragedia y de dolor. Esos son los estados de conciencia alterados. No hace falta drogas sintéticas ni orgánicas, es el propio estar en el mundo el que se vuelve extraño y siniestro y misterioso.

El tiempo, la reversibilidad y la simultaneidad
Pero también me gustaría hablar de un mecanismo que es, tal vez, uno de los que está más presente en una serie de libros de aparición reciente. Se trata del tiempo, de su reversibilidad, de su quietud, de la simultaneidad.

Territorios sin cartografiar, de Kike Ferrari; Los accidentes geográficos, de Flor Canosa; Big Rip, de Ricardo Romero, entre otros, están trabajando sobre esta materia opaca que es el tiempo y sus figuras derivadas. La pregunta parece ser un corte generacional y, tal vez, en algunos años, podamos terminar de entender qué significa. Si eso que Bifo Berardi llamó “cancelación del futuro” y que Mark Fisher retomó en Realismo capitalista tiene algo que ver con esta obsesión de un núcleo de escritoras y escritores por el tiempo que es, como sabemos, la materia donde se inscribe eso que conocemos como historicidad.

La forma en que La máquina de febrero trabaja sobre las atrofias del tiempo podría asociarse a ese relato extraordinario de Silvina Ocampo que es Autobiografía de Irene. Ahí al protagonista “ve” el futuro y eso enrarece su percepción porque lo mismo puede recordar lo que pasó como aquello que va a pasar.

Algo de eso hay en las “certezas de futuro” de Mirna. Algo que vuelve el tiempo un ente inquietante porque si se puede “ver” aquello que todavía no pasó eso quiere decir que el tiempo está, de algún modo, hecho, completo. Y eso que nosotros vivimos como sucesión, como campo abierto, como territorio del libre albedrío, no es más que una ilusión óptica.

La primera pregunta que trae una experiencia así es qué tipo de entidad es el tiempo, qué tipo de objeto. Y qué clase de monstruos emergen de esa zona. El fantasma es una figura típica del tiempo alterado, el retorno del pasado, la persistencia de lo que no termina de morir. Pero Bêgné plantea fantasmas invertidos, cuyo origen es el futuro.

La anomalía de “recordar el futuro” está en “La máquina de febrero” ligada al problema de la simultaneidad, a la idea de que las vidas insulares que imaginamos vivir están, en realidad, mucho más anudadas, más conectadas, de lo que nos gustaría reconocer. Que el desconocido que cruzamos en el supermercado, la mujer que hace la fila en el banco justo antes que nosotros, que la persona con la que compartimos por un momento el baño de un bar un sábado por la noche; no son figuras tan borrosas, tan autónomas, tan huidizas como podríamos pensar a primera vista.

Bêgné invierte «El hombre de la multitud» de Poe y donde él veía anonimato y desconexión y fugacidad, ella propone pequeños hilos imperceptibles que trastocan nuestra experiencia, que la vuelven una red de desconciertos, que corrompen la idea de individuo aislado e independiente.

La Máquina de febrero reúne extrañamientos sobre el lenguaje, la construcción de estados alterados de conciencia que invaden el cotidiano, una temporalidad quebrada y, por qué no decirlo, muchas veces llena de dolor y tristeza, aunque con pequeños alivios.
 


Leteo, 2021
223 págs.

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