Serverland de Josefine Riesk

 

Arqueologías de internet




Por Juan Mattio

La geografía anómala que llamamos internet puede funcionar, también, como un país imaginario donde se nos permita revisar qué tipo de ansiedades o impulsos utópicos se acumulan en la red. Pienso en Habana Undergüater donde el cubano Erick Mota imagina que las deidades de la religión afrocaribeña navegan en el espacio virtual y se comunican con hackers, pienso en Detalle infinito, donde Tim Maughan, desde Escocia, imagina una acción colectiva que desarticula internet y el mundo, después de la desconexión, debe enfrentar escenarios post-civilizatorios, pienso, por supuesto, en William Gibson, Pat Cadigan, Neal Stephenson y toda la vanguardia cyberpunk que hacia mitad de los 80s prefiguraron redes virtuales, tráficos de datos, memorias digitales, identidades intervenidas que deambulaban en el ciberespacio.


Serverland, de Josefine Rieks, parte de una premisa que debe inscribirse en esa cartografía. Unos años después del 11-S, un referéndum mundial decidió dar lugar a la Gran Desconexión. Internet murió y los dispositivos asociados a la red se encuentran ahora como tecnología chatarra entre la basura o en locales de compra y venta de artículos desechados. En ese contexto Reiner, el protagonista, deviene coleccionista de computadoras portátiles y fanático de los videojuegos que solían correrse en las notebooks hasta la primera década del siglo XXI. Vive solo, aferrado al pasado, sin interlocutores porque la cultura que admira está definitivamente muerta. Y es entonces cuando un ex compañero del secundario lo busca para mostrarle un cementerio de servers. La imagen es el de una ruina, un galpón olvidado donde duermen miles y miles de computadoras que alguna vez sirvieron para almacenar la información que circulaba en la red, un espacio hauntológico donde viven los fantasmas digitales.

Meyer, el ex compañero de secundaria, es una especie de buscavidas que imagina un gran negocio en venderle su perfil de Facebook a viejos nostálgicos. Pero esos primeros servidores no tienen información interesante, tienen que llegar hasta Holanda si quieren acceder a los abandonados servers de Google. La novela, desde ahí, narra la historia de un campamento arqueológico que deviene movimiento político. Los jóvenes que se van acercando idealizan internet, la globalización, el acceso libre a datos y contenidos, a Steve Jobs y el Copyleft: “Los datos de internet simbolizaban la libertad, pero sólo algunos son los que realmente nos permiten inferir qué categorías corresponden a un mundo globalizado y justo”. La sensación de extrañamiento llega a su punto crítico cuando una mujer mayor, cuando recuerda sus tiempos de usuaria virtual, dice: “La vida era más”.

Rieks escribe una historia donde se adhiere una materia nostálgica extraña, algo que podríamos pensar como nostalgia del presente, si pensamos que Serverland se desplaza unas décadas al futuro pero para mirar nuestra propia época con rictus melancólico. Esos jóvenes no logran hacer el duelo por el pasado perdido (¿a qué nos hace acordar?) y lo perciben como el lugar donde habita todo lo que ellos no tienen. La cultura post-digital que propone la novela tiene una imaginación política aún más paralizada que nuestro propio tiempo. La derrota, desde ese mirador, se ve gigante.

Si es cierto que este presente mira, por ejemplo, las ruinas del URSS o del fordismo como grandes monumentos a futuros cancelados (y tal vez deberíamos preguntarnos qué pensarían de nuestra nostalgia los que habitaron esos presentes), lo que logra Rieks, al postular el futuro de Serverland, es un extraño juego de espejos donde nos enfrentamos a nosotros mismos. Mark Fisher, retomando el concepto de melancolía de izquierda de Wendy Brown, escribió: “un tipo de resignación melancólica izquierdista: si bien no eran perfectas, las instituciones de la socialdemocracia eran mucho mejores que cualquier cosa que podamos esperar del presente; quizá incluso sean lo mejor que podamos esperar…”. Fisher habla de una izquierda que contrae “compromisos melancólicos”, ¿y qué son esos jóvenes que reivindican a Anonymous, ven videos caseros de YouTube como si fueran obras de arte y piensan que un videoclip de Robbie Williams es una intervención de vanguardia y desmesura?

Rieks se ríe de nosotros, de nuestra inocencia y de nuestra autocompasión. De nuestra parálisis. Muestra chicos y chicas que se integran en células revolucionaras para enviar CDs con videos rescatados de las ruinas de internet a direcciones random, inundando de pasado casas y oficinas. Dando discursos incendiarios para defender el Open source. Discutiendo en asambleas qué deben hacer con los espectros de la era digital. En el final, por supuesto, todo se vuelve un movimiento estético que puede ser capturado por las galerías de Nueva York. Una -otra más- moda retro.

Fisher escribió en algún lado: “La amenaza ya no es la dulce seducción mortal de la nostalgia. El problema no es, ya no es, la añoranza de llegar al pasado, sino la incapacidad de salir de él”. El futuro que diseña Rieks es un espejo irónico donde se ven figuras añorando lo que a nosotros no nos parecen más que chucherías políticas, estrategias evanescentes, placebos de un futuro donde realmente habite la vida.
 

Anagrama, 2018
185 págs.

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