UN LUGAR SOLEADO PARA GENTE SOMBRÍA DE MARIANA ENRIQUEZ

Enriquez y el terror de pensar lo impensable




Por Juan Mattio

1.

Un lugar soleado para gente sombría es, sobre todo, un libro sobre fantasmas. Lo que equivale a decir que aquí se narran persistencias, formas de reingreso del pasado en el presente, terrores que se impregnan en esa textura frágil que llamamos realidad. Lo que equivale a decir, también, que en este libro el olvido es imposible: nada queda atrás, nada se pierde, nada escapa del territorio encantado que es la memoria; siempre que entendamos por memoria una práctica más profunda (y extraña y colectiva) que el mero hecho de recordar.

Las heridas sociales supuran, laten, se mantienen abiertas de modos desviados y repulsivos. Espectralizan pueblos, campos abandonados, objetos. Retienen eventos. Se niegan a dejar ir al fantasma. En “Los himnos de las hienas” es el trauma de la dictadura el que vuelve a la conciencia de los vivos para atormentar (en una reversión que es también una polémica con “La hostería”, uno de los mejores cuentos de Las cosas que perdimos en el fuego), pero ahora Enríquez ingresa también a la década del 90 como una zona cargada de reverberaciones y ecos terribles. Tanto en “Un artista local” como en “Cementerio de heladeras”, son los pueblos fantasmas producidos por el cierre de ramales ferroviarios como la destrucción de la producción industrial argentina las que funcionan como origen del temblor. Algo se mueve en el presente, el aquí y el ahora se ven hostilizados por eso que ya no es y, sin embargo, no está del todo muerto, del todo ido.

En “Mis muertos tristes”, en cambio, el pasado es más reciente pero acá es la culpa, un remordimiento tenaz y colectivo, el que empuja a un barrio con todos sus vecinos a la locura. No se trata de un proceso melancólico que impide que el fantasma se retire sino que es el mismo espectro el que se niega a irse y clama una reparación que le deben y nunca podrán darle.

Pero también existen duelos personales que convierten la conciencia (y, por lo tanto, la realidad) en un espacio embrujado. En ese sentido, algunos cuentos del libro hacen pensar en esos versos de Emily Dickinson: “No es necesario ser un cuarto - para estar embrujado - / ni una casa – / el cerebro tiene corredores - que superan / los lugares materiales”. “Un lugar soleado para gente sombría” y “La mujer que sufre” (con resonancias de Silvina Ocampo en La casa de azúcar) recorren un camino que no se asocia de forma inmediata a lo social, que elaboran lo que el dolor de una pérdida puede producir, lo que el proceso de duelar hace con nuestros pensamientos y percepciones al distorsiónalos y volverlos un lugar inhabitable. Ausencias tan pero tan intensas que toman la forma de una presencia invertida, algo que de tanto no estar se transforma en un estar en todos lados.

Por último, “Diferentes colores hechos de lágrimas” trabaja en la frontera entre lo individual y lo colectivo, una violencia que es de un marido hacia su ex esposa se viraliza, se vuelve brutalidad contra todas las mujeres, contra lo que ellas recuerdan o encarnan o actúan de ella. Y, además, en este cuento no hay un lugar donde el fantasma habita y permanece, sino que se trata de objetos: vestidos, joyas, etc. que están cargados con el terror de las fantasías brutales del marido.

2.
Cuando pensamos en el body horror lo asociamos al cine de terror de los años 80s y 90s, a David Cronenberg, a alteraciones corporales producto de mutaciones, de eventos sobrenaturales o de violencia explícita. Uno de los movimientos de reflexión que propone Un lugar soleado para gente sombría es cómo lidiar con los procesos naturales de alteración de nuestras corporalidades. Enriquez parece preguntarse cómo un cuerpo puede, por ejemplo, envejecer, o enfermase, o soportar un embarazo. Las distorsiones físicas y biológicas que no están en un más allá de nuestra realidad, de nuestro mundo inmediato, sino aquellas con las que aprendemos a convivir sin mencionar (tal vez sin reflexionar) sobre la enorme capacidad de deformación que tienen sobre aquello que nos enseñaron a considerar un cuerpo.

“Metamorfosis” es tal vez el relato más explícito pero no el único en este campo. La premisa de una mujer que empieza a atravesar la menopausia, con todo lo que ese proceso supone en términos de enrarecimiento y desfamiliarización del propio cuerpo (resuena, acá, la línea de “La mujer que sufre”: El tiempo, esa monstruosidad aplastante), sirve como ingreso a otra discusión que atraviesa el libro. Porque lo que Enriquez pone en juego no es la posibilidad de alterar el propio cuerpo, construirlo¸ desmontarlo y volverlo a montar a través de múltiples e infinitas intervenciones. El libro no defiende un cuerpo natural (siempre joven, sano, bello) que debe ser resguardado. No. Lo que está en juego es la posición pasiva o activa en esas trasformaciones. El problema, parece decir el libro, no es que mi cuerpo cambie sino que eso se me imponga. Perder el control. Estar a la deriva de lo que naturaleza, tal vez habría que decir del tiempo, hace con nosotros. En algún punto, en esta zona del libro resuena el eco del propio Cronenberg y su aceleracionismo biológico, donde se trata de reapropiarse de las mutaciones, volverlas nuestras; y en ese mismo sentido, también resuena el grito de guerra del manifiesto xenofeminista: si la naturaleza es injusta, cambiemos la naturaleza.
 
3.
Por último, lo que Enriquez escribe, no descubro nada, es terror. Un género que, debemos suponer, acompaña la especie desde la primera ronda de humanos reunidos alrededor de un fuego una noche cualquiera, cuando alguien contó cómo, mientras cazaba esa misma tarde, vio o fue perseguido o fue atacado, por una entidad para la que no tiene explicación. Quiero decir, el género del terror guarda, todavía hoy, una relación con el relato oral como casi ningún otro género (salvo, claro, el chisme). Y el libro ofrece distintas maneras de verificar esta relación: un grupo de amigos juegan a contarse lo más raro que te pasó, una pareja se narra la historia de la Difunta Correa ante un altar de ruta, las personas que habitan los cuentos (en un acto de autoconciencia) saben que podrían convertirse en leyendas urbanas. El terror está plagado de eventos inestables, contradictorios, ambiguos. Eventos que se resisten a la forma fija y permanente de la literatura escrita.

La ficción de Enriquez, me parece, intenta elaborar esta tensión. Para recurrir al binomio central de nuestra literatura, si en la civilización está la tradición libresca, la ciencia, las ciudades y la Razón; en el territorio de la barbarie deberíamos ubicar la tradición oral, las creencias populares, el desierto y el Misterio. Dos localizaciones fantasmáticas: Europa y Sudamérica. Lo que está en juego es tratar de pensar estos campos no como animales enfrentados o gemelos opuestos, sino como un solo monstruo de dos cabezas que no sobreviviría el uno sin el otro. Enriquez trabaja, entonces, en las intersecciones y en los puntos de contacto, en la necesidad de convivencia de dos zonas de nuestra cultura que son, a esta altura, irrenunciables. Porque, como ya sabemos, de los sueños de la razón solo pueden nacer monstruos. Pero, y ésta tal vez sea una novedad que encontró Eugene Thacker en su El terror en la filosofía, en las pesadillas del terror se genera una vía para el pensamiento de lo impensable.
 
 
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2024
229 páginas
 

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