Señales que precederán el fin del mundo de Yuri Herrera

 Huellas del desconcierto




Por Juan Mattio
 
A veces solo nos queda el desconcierto. Quiero decir que si las formas literarias –el cuento, la novela, etc.- son, como proponía Piglia, una manera artificial de organizar nuestra experiencia, es entonces entendible que ciertas ficciones se construyan con límites borrosos, incluso opacos. Porque, ¿no es acaso ese el modo en que, por momentos, percibimos la realidad y sostenemos nuestra propia presencia en el mundo? Perder referencias. No poder distinguir las figuras que se mueven a nuestro alrededor. Movernos en territorios que son, al mismo tiempo, un laberinto, un loop y una trampa. ¿Y cómo capturaría esa sensación la literatura si no se permitiera desbordar lo real hasta deformarlo?

Acercarse a Señales que precederán al fin del mundo de Yuri Herrera es pensar qué pasaría si Rulfo escribiera visiones futuristas de pulso distópico, en una frontera onírica, entre mundos inestables, violentos, desarticulados. Porque si en la enunciación de la novela, en su tono, están las marcas de la oralidad mexicana inscriptas como cicatrices sobre esa piel que es nuestra lengua, en el hilo argumental y en los personajes hay un peso, una presión de incertidumbre, que deslocaliza el relato hasta volverlo irreconocible.

“El Mississippi comienza en el vestíbulo de un hotel de Memphis, Tennessee, y se extiende hacia el sur hasta el Golfo de México”. Durante años leí esta frase de Faulkner fascinado por su misterio sin lograr capturar cómo funcionaba, qué tipo de verdad me estaba ofreciendo sin que yo pudiera tomarla. El ensayo, publicado en 1954, trabaja sobre la historia del Sur de los Estados Unidos y sobre cómo la propia ficción de Faulkner se mezcla hasta puntos indistinguibles con esa historia y con esa geografía. Los Compson, los Snopes, los Sartoris, habitan tierras lindantes a las que vieron luchar y morir y ser vencidos a los ejércitos confederados. Pero nada hay, en ese texto, que pueda explicar la relación entre un hotel en Memhis y un punto en el Golfo de México. Solo cuando leí la biografía de Joseph Blotner supe que Faulkner, siendo un niño, vio a Maud, su madre, llevar a su marido a una clínica de rehabilitación durante una crisis alcohólica. El Instituto Keeley estaba, por supuesto, en Memphis y “mientras su padre seguía el tratamiento se quedaban en unas habitaciones del instituto reservadas para las familias de los pacientes”. Ahí, explica Blotner, “tuvieron la primera visión del Mississippi”.  Entonces, la frase enigmática nos propone pensar que ese río que lleva por nombre Mississippi se compone de, al menos, dos materiales: de su geografía natural, su ubicación cierta en el mundo, rodeado de otros nombres y otros signos también ciertos y también durables, pero al mismo tiempo de la experiencia particular, biográfica, asociada al recuerdo infantil de Faulkner que ve a su padre luchar contra el alcoholismo y a su madre tomar el mando de la familia para salvarla de la desgracia.

Podemos pensar que Señales que precederán al fin del mundo se comporta de la misma manera esquiva y quebradiza que la frase de Faulkner. Porque sí, hay una frontera, hay pasajes ilegales, hay miedo y violencia, hay familias repartidas a un lado y al otro, hay diáspora, hay patrullas que persiguen inmigrantes y hay negocios turbios en el contrabando. Pero nada de eso está quieto, fijado en lo que sabemos o creemos saber del límite geográfico entre México y Estados Unidos. O sobre cualquier otra cosa. Lo único que somos capaces de afirmar es que estamos en un territorio gobernado por algo que no sería excesivo llamar entropía, si por entropía entendemos la permanente descomposición de cualquier sistema, de cualquier regularidad, de cualquier referencia.

Y Makina busca a su hermano, sí, y lo busca del otro lado. Hace alianzas, corre peligros, encuentra compañeros y también traidores. Pero las nueve etapas que atraviesa para llegar a su destino están corrompidas por un tiempo tal vez mítico y por una confusión que podríamos llamar esencial. Ni el territorio, ni la lengua, ni las personas se comportan de acuerdo a nuestro conocimiento del mundo. Y es en estas coordenadas que la novela funciona como una visión del fin del mundo pero también, sobre todo, como una ficción extraña cuya frontera es un lugar y, además, algo que podríamos pensar como el resto diurno lingüístico de una zona de catástrofe: “si uno dice Dame fuego cuando ellos dicen Dame un luz, ¿qué no se aprende sobre el fuego, la luz y sobre el acto dar? No es que sea otra manera de hablar de las cosas: son cosas nuevas. Es el mundo sucediendo nuevamente, advierte Makina; prometiendo otras cosas, significando otras cosas, produciendo objetos distintos”.

Las ficciones apocalípticas en Latinoamérica se expanden. De Ana Paula Maia a Mike Wilson, de Fernanda Trías a Maxi Barrientos, la inquietud de un mundo que se extingue insiste en nuestro inconsciente político como una idea obsesiva de la que no podemos escapar. Pero como en cualquier esquema obsesivo lo que importa no es lo que se repite sino las pequeñas y fundamentales variaciones. Y en ese sentido, la visión de Yuri Herrera –y su victoria- se funda en utilizar las desolaciones de la lengua que son, también, claro, las huellas anímicas de nuestro propio desconcierto.
  

   
Editorial: Periférica 
Año de publicación: 2010
119 páginas

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